ANA ESTÁ EN MI CASA (EL DESENLACE)

Manuel, sin ni siquiera pensarlo, se dirigió a casa de María. Se paró en la esquina de la calle, desde la cual se veía el vacío balcón del piso, una quinta planta y la puerta de entrada al inmueble. Estuvo en aquella esquina, horas, sin moverse, la mirada perdida, ausente…Había encendido un cigarrillo de un paquete empezado, que tenía desde hacía meses, sin tocar. Se había propuesto dejar de fumar pero en aquel momento, poco importaba aquella buena intención.
Elevó la mirada, una vez más. Había perdido la cuenta de las veces que había mirado al cielo, y esta vez, allí estaba. Juan.

Gritó desgarrado su nombre y el pequeño, buscando el sonido de la voz de su padre, alzó las manos y le invitó a subir. María salió al balcón y sin pensarlo, cogió al niño en brazos y lo llevó dentro. Tras las cortinas, escondida, Manuel pudo vislumbrar la figura encogida de Ana. Desde abajo, pudo escuchar el llanto desgarrado de su hijo, gritando papá.
La respuesta no se hizo esperar. María salió desbocada por la puerta del bloque de apartamentos, y cruzó la calle, dirigiéndose hacia donde estaba un cabizbajo y asustadizo Manuel.

María, con odio en la mirada, le increpó. Los insultos volaron. Manuel trataba de defenderse, de disculparse, de suplicar poder ver a su mujer y su hijo… pero no sirvió de nada. Su hasta entonces amiga, le gritó que no volvería a estar cerca de Ana ni de su hijo, que ella se encargaría de eso, y si no, lo haría la policía, que era un monstruo, dañino y sin corazón y que lo mejor que hacía era recoger su ropa de la casa y marcharse…o sería peor…y que por supuesto, no olvidara que Juan comía todo los días y que su amiga, no trabajaba y no tenía nada. La Justicia haría su trabajo y si no la harían ellas.

Manuel optó por marcharse. Nunca había sido un hombre violento, no era amigo de disputas, ni se había visto envuelto jamás en ningún altercado. Se consideraba un hombre tranquilo y todo el que se rozaba con él, decía lo buena persona que era…hasta aquella nefasta madrugada, en la que dañó a la persona que más quería. Ana, tras las cortinas, siguió a Manuel en su huida, hasta que lo perdió de vista. Deseaba haber tenido la oportunidad de hablar con él, necesitada escuchar su voz, sentirle cerca, quería olvidarse de todo aquel infierno y no podía. Luchaba contra lo que sentía. Odio. También amor.

Ana no paraba de llorar, encogida en un sofá que no era el suyo. Juan, con tristeza en los ojos, no entendía qué hacían en aquella casa y por qué su padre no estaba con ellos. El pequeño, sentado en el suelo, pintaba, en un folio, con lápices de colores, tres personas, su padre, su madre y él, primero agarrados de las manos, después, en otro folio, las mismas tres figuras, esta vez con sus manos separadas…Ya no se tocaban…
Ella necesitaba ver a Manuel y partirle la cara, decirle lo mucho que lo odiaba, gritarle por qué había tenido que causarle aquel inmenso daño, imborrable, y al mismo tiempo luchaba contra sus propios sentimientos, que la llevaban a querer abrazarlo, besarlo, y volver a preguntarle por qué había arruinado sus vidas. Quería volver con él…por ella, por Juan…por los tres, pero no podía.

Pasaron los meses, unos largos, difíciles y duros meses, para los dos y para Juan, que fue objeto de largos reconocimientos psicológicos por los equipos adscritos a los Tribunales, … Los juicios se iban celebrando, el papeleo seguía su curso y las Sentencias se iban dictando. Ya no primaba la voluntad de Manuel y Ana. Las Sentencia regulaban sus vidas y había que cumplirlas. Sentencias, en vía penal, condenatorias de Manuel y condenatorias también de Ana. Sentencias, en vía civil, que fallaban cómo se habían de conducir las vidas de tres personas, en el futuro inmediato y no inmediato también. Todo estaba reglado en los papeles. Unos papeles fríos. Unos papeles que bien podían haberse referido a otras personas, pero que para bien o para mal, debían ser acatados.

Tras la orden de alejamiento inicial, por el Juez que había conocido del procedimiento de familia, se había establecido una pensión alimenticia, que había de ser abonada por Manuel para su menor hijo y al mismo tiempo, le había sido concedido un breve régimen de visitas. María, que se había convertido en la voz de Ana, sumida en una fuerte depresión, quiso impedir a toda costa las visitas de Manuel, por ser una mala influencia para Juan. Pensaba que su ataque a Ana, justificaba cualquier acto que evitara que pudiera ver a su hijo. No era buen hombre, no era buen padre. Se condenó también a Juan a vivir y crecer sin su padre, pero a pesar de parecer un justo castigo al delito de Manuel, éste no estaba dispuesto a permanecer separado de Juan…se resignó a ver a Ana desde la distancia.

Aquella mañana le despertó su amigo. El televisor estaba encendido, María salía en las noticias. Una manifestación de hombres y mujeres se estaba produciendo en aquel momento, ante las puertas del Edifico de la Iltma. Audiencia Provincial. Aquél método se venía utilizando, cada vez más a menudo, para evitar que «los maltratadores» se acercaran a sus víctimas y para evitar que pudieran tener visitas con sus hijos. Tras una pancarta en la que se leía «Todos estamos con Ana. Manuel no te acerques. Olvida a Juan, le has perdido», se veía a una afectada, llorosa y silenciosa Ana.
Los gritos se elevaban y un micrófono en la boca de María, transmitía sus palabras. «Ninguna Sentencia, ningún Juez, existiendo Sentencia condenatoria, por un delito de agresión sexual, en el ámbito doméstico, puede obligar a una madre a entregar a su hijo, a un padre maltratador. Ha perdido sus derechos como padre y el Gobierno debe tomar partida en el asunto y controlar el Poder Judicial, mientras se regulan las actuales Leyes existentes y sus vacíos legales. Demasiadas mujeres han muerto ya, víctimas, a manos de sus parejas. Basta ya».

Manuel se quedó inmóvil, mirando el televisor. La noticia había dado paso a los deportes, pero él seguía quieto, en silencio. Sabía que su vil ataque a Ana, merecía un castigo ejemplar, pero ya iba a cumplir su Sentencia. Había sido condenado a pena de cárcel. También Ana había sido condenada por delito, por su desmedido ataque a Manuel, ya que había quedado acreditado que su agresión a Manuel había sido intencionada, en el calor de la disputa inicial, y fue posteriormente, cuando le fue reconocido el derecho a su legítima defensa, frente a la brutal agresión sufrida.
Todo había ocurrido tras las cuatro paredes del dormitorio de la pareja, y aunque María había testificado, en todos los juicios que se habían celebrado, y argumentado que las relaciones de la pareja se habían enfriado, que ya no había comunicación entre Manuel y Ana y que la situación familiar se había vuelto pésima, todos estos argumentos eran simples manifestaciones que Ana le había hecho, tomando café y en frecuentes conversaciones por el móvil, invadida por los celos, que tenían lugar durante las cada vez más habituales tardanzas de Manuel en llegar a casa.

Tras una hora sentado en el sofá, Manuel se levantó y se dirigió al aseo, cogiendo antes la ropa que pensaba ponerse para salir a trabajar. Su amigo ya se había marchado. Le esperaría en la oficina.
Abrió el grifo de la ducha y graduó la temperatura. Se lavó los dientes, se afeitó lentamente y se duchó. Se miró durante largo tiempo, en el empañado espejo, y lloró angustiado. Sus manos temblaban pero tenía que mantenerse firme. Todo se iba a solucionar. Podría solucionarlo…Ana y Juan volverían a ser felices…Todo acabaría pronto…
Su cuerpo inerte fue encontrado por su amigo al volver a casa. Su cuerpo colgaba del techo del aseo. Sobre el lavabo, un sobre cerrado en el que sólo se leía «ANA».

Los medios de comunicación se hicieron eco de la muerte de Manuel y María salió nuevamente en televisión, diciendo que por fin se había hecho Justicia. Manuel era uno, frente a cientos y cientos de mujeres muertas a manos de sus agresores. Tras eso, la buena amiga de Ana volvió a su rutina diaria, y se olvidó del asunto. Al fin y al cabo, eran sus amigos. No le había tocado a ella vivirlo en primera persona. La muerte de Manuel había supuesto el fin de la guerra judicial y mediática, tras haberse celebrado otras tantas batallas vencidas.
Los Tribunales cerraron los expedientes judiciales que estaban abiertos, pues ya carecían de sentido legal y los políticos se olvidaron de la repercusión que Ana, Manuel y Juan había supuesto en sus tranquilas y cómodas vidas, bien pagadas, con sueldos indecentes.

Ana recibió la carta de Manuel. Juan no sabía aún que jamás volvería a estar con su padre. Había vuelto a su casa con su pequeño y sin él. Aquello no debió haber ocurrido. En qué momento se les fue de las manos. Cuando le gritó y atacó fieramente, con uñas, dientes y duros golpes, hasta herirlo sin remedio, en su cuerpo y en su hombría, cuando él la sujetó para intentar tranquilizarla y quiso demostrarle el amor que sentía por ella, cuando ella se opuso a mantener relaciones con él, en aquel momento de furia, en que él, alterado sin remedio, y con la mente nublada por el alcohol, la embistió sin miramiento y sin escuchar los gritos de Ana…Cuándo…

Ya no había vuelta atrás. Ana acudió al entierro, contra todo consejo de familiares y amigos, acompañada por su hijo Juan, y lloró la muerte de Manuel, hasta caer rendida, agotada. Manuel la amó hasta el final y si algo lamentó, fue dejar a un pequeño Juan sin padre.
Ana sintió una extrema soledad y un escalofrío recorrió su cuerpo. Recordó los momentos felices, añoró su vida con Manuel y deseó con todas sus fuerzas poder volver atrás.
Cuando salió de aquel frió cementerio, se marchó, calle abajo, soñando con su amor perdido…

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